miércoles, 9 de marzo de 2016

CONVERSACIONES EN LA CATEDRAL


De vez en cuando se producen en la Historia grandes “arreones” que dan una nueva dimensión al crecimiento de la conciencia y la dignidad humanas. Uno de ellos ocurrió a finales del siglo XII y principios del XIII (aunque venía “cociéndose” desde hacía décadas, por supuesto). Pacificado el Mediterráneo, asimilados y “civilizados” los normandos, contenidos los húngaros, Europa empezó a respirar de nuevo. Los caminos se abrieron, los burgueses comerciaron y las ciudades volvieron a recuperar el brillo perdido. Uno de los cambios más significativos surgió precisamente alrededor de las catedrales. Allí se reunían grupos de estudiantes para debatir las “quaestiones” tras haber leído uno de ellos la “lección” ante sus compañeros (esto lo hacía uno de los estudiantes, digo bien). Correspondía al “magister” o “doctor” (capacitado por tanto para la doc-encia) impartir la conclusión o reflexión final. Uno de los alumnos más aventajados tomaba nota de todo y escribía los apuntes de aquellas lecciones, que posteriormente eran transcritas en ejemplares que permanecían atados a los bancos de las bibliotecas (de aquellas catedrales) para que todos los estudiantes pudieran consultarlas, en igualdad de condiciones (aunque hubiera también la posibilidad de adquirirlos, una vez publicados por los editores del momento). Posteriormente, aquellos magister y doctores se “pondrían por su cuenta” (reuniendo a los estudiantes en sus propias casas) constituyendo el germen de las primeras universidades. 

Y es que hay lecciones de la Historia que no deberíamos de olvidar, porque son tan elocuentes que nos ponen frente a nuestros propios prejuicios e ignorancias. La primera de ellas tiene que ver con el eterno debate sobre el fundamento cristiano de lo “occidental”. Cada cual que “respire” por donde le venga en gana, pero es que no hay discusión posible. La cristiandad fue romanidad -y viceversa- a partir del siglo V (y es que desde el momento en que Constantino cogió las maletas para irse a…Constantinopla, aquí solo quedó la Iglesia para mantener ese edificio, sin el que es imposible entender lo que somos). 

Otra de esas “lecciones” está vinculada con la contumacia en buscar fórmulas “originales” y “modernas” para problemas eternos a los que ya hace tiempo se les dio solución (cuestión aparte es que por intereses políticos y económicos se dejaran de aplicar). Aquellos estudiantes “aprendían” y no se les “enseñaba”. El docente era un facilitador y un sintetizador, y actuaba desde una metodología moderadamente expositiva y altamente interrogativa, como medio para suscitar el debate y el intercambio de opiniones. Así es que era impensable que un estudiante se “recibiese” como “bachiller” sin saber leer (el que daba la lectio, que era un estudiante, se la tenía que preparar a fondo, y por tanto “leer” se conecta con “entender”, “interpretar”, “conectar” o “resumir”, entre otros conceptos), escribir (ellos mismos tomaban los “apuntes” para redactar los “ejemplares”) o hablar (en el sentido de ser capaz de argumentar y “disputar” con otros), ya que todo ello era el fundamento de la vida académica. O sea, igualico igualico que ahora. No sé qué se dirá en los congresos que en el futuro se lleven a cabo sobre educación, pero más o menos sé lo que se ha dicho hasta ahora (porque para eso tenemos Internet, tan valiosa cuando sabemos utilizarla) y cada vez estoy menos interesado por lo que allí se cuece, porque es un seguir dando vueltas y vueltas por temas ya trillados por gente tan grande como Michel de Montaigne, que dejó escrito lo suficiente como para que incluso la cabeza del político más obtuso quede lo suficientemente iluminada. Quizás, algún día, la noción de Bien Común (en su profundo sentido filosófico) se instaure en el debate político, y este mundo de la educación deje de ser campo abonado para disputas vinculadas a eso que alguien llamó en una ocasión la “lucha por la posesión del alma”.




domingo, 21 de febrero de 2016

HACERSE MAYOR ES UNA LATA


Hace unos días oí a Jorge Bucay hablar acerca de por qué nos cuenta tanto “hacernos mayores”. Todo lo escuchado me resultaba enormemente familiar, así que tuve esa reconfortante sensación de “caramba, no sólo me pasa a mí”. Las razones expuestas  por Bucay para explicar esa resistencia me parecieron apabullantes y las comparto totalmente. ¿Cuáles eran? 

La primera es la percepción del tiempo. Cambia drásticamente. Con el paso de los años se sale de una especie de ensoñación de cuasi eternidad a otra donde la escasez de este recurso se abre paso de forma amenazadora. Digámoslo claramente: nos empezamos a asomar a lo que nos resta de tiempo en este mundo, y ese trecho nos parece cada vez más corto. 

Una segunda tiene que ver con el darse cuenta de que no llega con hacer bien las cosas. Que es necesario hacerlas bien, sí, pero que con eso no es suficiente. Se comienza a tener claro que los “otros” también cuentan, y de qué manera. Los “otros” entendidos  como un sistema con minúsculas (sin que ello suponga obviar al de las mayúsculas) tejido sobre la base de una red de alianzas, de intereses y de compromisos. Así es que, puedes hacerlo muy bien, pero el “sistema” ha de acompañarte (aceptando y valorando lo que propones, o cuando menos no intentando boicotearlo) para que eso se traduzca en un “retorno” -de afecto, de reconocimiento, de dinero o cualquier otra recompensa-. 

Una tercera está relacionada con la progresiva aceptación de que las certezas absolutas ya no existen; así es que empezamos a movernos en un océano de matices, de grises, de dependes; sólo ciertas instancias (como las religiones, las grandes corporaciones o la filosofía kantiana) parecen tener todo meridianamente claro. Pero tú sabes que a cualquier afirmación –realizada desde un enfoque y una manera de ver el mundo- se puede contraponer otra, hecha desde un enfoque y una manera de ver el mundo distintas. 

Una cuarta tiene que ver con el hecho de que las responsabilidades crecen. Hay que responder por más cosas, sí, ya sean hijos, empleados, inversiones o desempeños profesionales, y el número de facturas a las que hay que hacer frente se incrementan sin apenas darnos respiro en el perpetuo espectáculo del “money it´s a gas”, como muy brillantemente lo describía Pink Floyd en ese monumento a la futilidad que es “Time”.

Ante todo esto, cabe preguntarse qué es lo que se puede hacer. A Bucay se le ocurre –y creo que a cualquiera de nosotros- que la disyuntiva es bien clara: aceptarlo u optar un “coger las de Villadiego y si te he visto no me acuerdo”. Esta última opción, tiene el “pequeño” inconveniente –que todos hemos experimentado de una y otra manera- de que cuanto más corres, más parecen correr detrás de ti la escasez de tiempo, los otros, las incertidumbres y las responsabilidades. Dicho lo cual, ello no es impedimento para que todos tengamos derecho a nuestros periódicos momentos de evasión.

La otra posibilidad es la de aceptar y aprender a conllevarse con todas estas evidencias. Hacerse adulto pasa por ahí. Y ello tiene la “pequeña” ventaja de que te permite ir abriendo espacios de libertad. Porque aceptar tiene el paradójico efecto de liberar. Haces lo que crees que hay que hacer y ya dejas de preocuparte por si los demás lo aceptarán. Te centras en el momento y dejas de pensar en la muerte. Pones todo lo que está en tu mano y aprendes a sentirse satisfecho aunque lo que venga no sea lo que te habías esperado. Te manejas con tus valores y te recreas con lo pequeño y lo próximo, dimitiendo de la idea de arreglar el mundo (por tu cuenta). 

Y, finalmente, llegas a la conclusión de que hacerse mayor también puede ser una magnífica oportunidad para comenzar de nuevo.

sábado, 13 de junio de 2015

CREATIVIDAD, TALENTO Y NUEVAS TECNOLOGÍAS: UN RETO DEL SIGLO XXI

Los animales se encuentran seguros dentro del capullo protector de su ambiente. Mas he aquí que nos encontramos con un ser carente de un capullo semejante pero dotado de una fuerza cerebral inigualable: el ser humano.
Ludwig V. Bertalanffy



Recientemente tuve una clarificadora experiencia con un grupo de personas que asistían a un programa de formación para futuros microemprendedores. Durante el mismo, me encontré en serias dificultades para que los asistentes llevaran a cabo tareas que perfectamente podríamos calificar como básicas (en el sentido etimológico del término).

Una de ellas era conseguir que pudieran hablar entre ellos. Digo bien, hablar entre ellos. Otra de ellas fue que pudieran generar “productos terminales” de una cierta originalidad (-término mercadotécnico éste que los pedagogos utilizan para designar los trabajos prácticos que los alumnos presentan para rendir cuentas, y que, en el particular caso de este programa, les servían además para avanzar en su proyecto profesional o empresarial-).

A partir de un determinado momento (más pronto que tarde -la experiencia también ayuda a ser más rápido e incisivo en los diagnósticos-) fui siendo consciente de las causas que originaban estos comportamientos. En el primero de los casos –que no hablaran entre ellos- era la consecuencia directa de que permanecían –y no sé si es que también decidían permanecer- tan absortos ante la pantalla de su ordenador que literalmente se olvidaban de que a su lado había otras personas con las que seguramente valía la pena departir.

En el segundo caso –no ser capaces de generar productos con una cierta originalidad- la clave volvía a estar de nuevo en la pantalla. La pretensión inicial de la mayoría era poder encontrar en Internet la solución a los retos planteados (aclaro con ejemplos de qué tipo eran estos retos: desarrollar un briefing y un plan de comunicación, o redactar un texto tipo “quiénes somos” para incluir en la web corporativa).

Ante este panorama, la solución empezó a fraguarse en el momento en que decidí sacar a los asistentes de su lugar de trabajo ordinario. El lugar de destino no fue otro que un aula con sillas, mesas y un encerado. La única tecnología que los acompañó durante ese tiempo fueron…folios en blanco y lápices (sin olvidar la socorrida ayuda de la goma de borrar). Por supuesto, decidí que, además, tenían que verse las caras. Quizás esa fuera la oportunidad para sacarlos de su ensimismamiento y establecer en su cabeza un nuevo marco de referencia en el que “los otros” empezaran a jugar un papel protagonista.

Las reacciones fueron de lo más variadas. Hubo gente que protestó porque estos métodos le parecían del siglo pasado (sic). La observación de las interacciones personales que se generaron también arrojó luz sobre el grado de confluencia y afinidad. Esta se pudo lograr en algunos casos, aunque no así en otros. Lo cierto es que entre ambos tipos de comportamiento (no interacción personal, copiar sistemáticamente todo y no crear) había un denominador común: el ordenador como órgano e Internet como función.

Cabe preguntarse ¿pero las cosas están “tan así”? No pretendo establecer una generalización totalizadora, pero algo debe estar pasando cuando algunos hechos apuntan en tal sentido. Por ejemplo, en el entorno de la industria, tenemos el clarificador ejemplo de Toyota. A estas alturas, nadie puede dudar del visionario papel que en las últimas décadas ha jugado esta empresa. El sistema de producción actual es en gran parte heredero de las aportaciones de sus ingenieros y empleados. Pues bien, ha tomado decisiones que van en la línea de desandar el camino. La empresa ha concluido que es el momento de volver a interferir en el proceso de producción, interaccionar de nuevo con la tecnología, para, entre otras cosas, determinar sus límites y ser capaz de romper con ellos. Y sin dejar que ésta te domine.

La cuestión está en establecer cuánta soberanía personal estamos dispuestos poner en manos de la tecnología. La cuestión a lo mejor también radica en reconocer que un exceso de comodidad va en contra del ingenio y la creatividad. Y que la dialéctica a establecer es con el esfuerzo y las dificultades. Crear es un proceso arduo y de un gran desgaste físico e intelectual. Y no puede estar basado en la mera repetición, en la mímesis de lo ya existente. Crear es volver una y otra vez sobre lo configurado y plasmado para seguir aproximándose (sin quizás nunca alcanzar) aquello que estaba previamente ideado en nuestra mente. Crear es, en definitiva, romper con la dependencia de campo e ir más allá de ella.

Recientemente vi un reportaje del programa de TV “Comando actualidad” que abordaba, de forma resumida el asunto de los negocios emergentes y los negocios en declive; de forma muy gráfica “impresoras 3D vs videoclubes”. Una de las empresas visitadas era una compañía (creo recordar que BQ) dedicada al desarrollo de nuevos “gagdets” tecnológicos. Pues bien, en un momento dado el responsable de I+D+i mostró a la periodista cual era su artilugio favorito: un simple bloc de dibujante, en el que se veían esbozadas las ideas en bruto y el concepto final. Sólo después entraban en escena las máquinas. Meridiano ejemplo de qué lugar ocupa la tecnología… en el desarrollo de artefactos de última generación.

En un más que interesante artículo Nicholas Carr era muy claro en este sentido. Merece la pena leer algunas de sus afirmaciones: “Nos están robando el desarrollo de habilidades y talentos, que solo crecen cuando luchamos duro por las cosas. El exceso de tecnología nos convierte en espectadores en vez de actores. Numerosos estudios demuestran que implicarse en la mejor forma de estar satisfecho con nuestro trabajo. Nos dicen que la tecnología nos proporcionará mejores trabajos y hará nuestra vida mejor, pero toda esa retórica solo esconde una realidad objetiva: que hace más y más ricos a los millonarios de Silicon Valley”. 

Ciertos teóricos, desde una propuesta absolutamente radical y al margen de los cauces ordinarios del discurso político (no hay ni un solo partido político que defienda tal propuesta) sostienen que es mejor volver hacia atrás y regresar a un estadio de desarrollo tecnológico más primitivo. Ahí tenemos, sin ir más lejos, las tesis de Carlos Taibo. Es sin duda una visión apocalíptica, y no es tan nueva como pueda parecer. A ella ya aludía Marvin Harris cuando hacía una crítica demoledora a los presupuestos ideológicos de la new age contracultural.

La experiencia de compartir conocimientos me parece fundamental en el aprendizaje adulto, si cabe más que en el aprendizaje de niños y adolescentes. En ambos casos, se trata de desarrollar habilidades de relación, eso que ahora llamaríamos competencias relacionales; pero lo cierto es que éstas tienden –recalco la palabra tendencia- a estar menos desarrolladas en los niños y adolescentes, por lo que el énfasis en el sistema educativo ha de estar volcado hacia el desarrollo de esas capacidades y habilidades. Sin embargo, en el aprendizaje adulto se hace más relevante afrontar el desafío (y lo es, sin duda) de poner a prueba tus ideas, tus propuestas, tus hipótesis frente a un grupo de personas con visiones divergentes. Es un proceso fundamental para madurar (tú y tus ideas) y de especial relevancia en situaciones en las que el formador-entrenador-coach-mentor (por separado o combinadamente) está para mediar y facilitar, estimulando procesos simétricos y no complementarios (es decir, para que todo el mundo aprenda de todo el mundo y no solo de la supuesta figura de autoridad).

El debate está servido. Un reciente estudio de la Universidad de Oxford hablaba de más de un 40% de puestos de trabajo que quedarán amortizados no más allá de 2025. Este es un proceso que históricamente se reproduce cada cierto tiempo. Ahora bien, aquí estamos hablando del papel que pasará a cumplir el ser humano (ya que, como advierte Nicholas Carr, por primera vez la tecnología está en disposición de hacerse con tareas y procesos que hasta hace poco se consideraban exclusivamente humanos), y si éste rol será subsidiario de la tecnología o, por el contrario, posibilitará seguir utilizando a ésta como una herramienta a nuestro servicio.

Creo que el reto será moverse en el filo que marca el límite entre la facilitación y la imposibilidad. Entre hacer de la tecnología un factor de progreso o un factor de decadencia. Quizás, en el futuro, se forme a especialistas que determinen cuánta dosis de tecnología necesitamos en cada fase de los procesos para no vernos fagocitados por ella.



jueves, 27 de marzo de 2014

DE RESULTADOS Y PROCESOS


Pones un ladrillo cada día, y al final tienes una pared

Will Smith

Una de mis actividades profesionales está vinculada al mundo de la formación, como socio copropietario de una Escuela de Marketing y Publicidad. Como todas las empresas, ha pasado por buenos y malos momentos y ha sorteado esta dura crisis realizando grandes esfuerzos. De todas las experiencias vividas se han sacado conclusiones (o moralinas, como decían nuestros padres). Una de ellas es que hay que esmerarse y mucho, si se quiere seguir optando a “otro año más”.


La implicación personal en el día a día es fundamental para generar la suficiente calidad percibida en el servicio. Y ello requiere de una dedicación de tiempo y esfuerzo considerable, lo que además sustrae de estar permanentemente volcado en conseguir objetivos. En esta actividad –y creo que en muchas otras también- los resultados caen como fruta madura a través del “boca-oído”. Aproximadamente entre un 50 y un 60%  de los nuevos alumnos llegan a nosotros de esta manera. Además de ello, por supuesto, hay campañas intensivas de divulgación y promoción que nos aportan el 40-50% restante.


Evidentemente, hay que saber a dónde se va. Esa “metacognición” (definida como el “aprendizaje generador y constructivo, orientado a la búsqueda del significado de lo que se hace”) da sentido y orientación a tu esfuerzo. Sin embargo, los expertos aseguran que es absolutamente contraproducente tenerla en consciencia permanente, ya que entonces el esfuerzo se desvincula del día a día, o más bien del “momento al momento”. Se produce una especie de extravío de lo que realmente importa en el presente (y no utilizo la palabra presente en sentido figurado, sino como sinónimo del “aquí y ahora”). En actividades –cada vez más numerosas sobre el total de trabajos disponibles- donde la implicación de nuestro cerebro debe ser máxima, esta focalización a resultados puede generar un consumo de energía que hay que restar del necesario para mantener la implicación en lo que estamos haciendo.


Daniel Pink en su libro “La sorprendente ciencia de la motivación” es muy claro al respecto. El poder de los incentivos es sorprendentemente limitado, y los resultados de los estudios son apabullantes. Cuando decimos sorprendentemente limitado nos referimos al hecho de que funcionan cuando las tareas necesarias para obtener los objetivos propuestos son simples y no requieren de la utilización de habilidades cognitivas mínimamente rudimentarias –no digamos ya si éstas han  de ser complejas-


Al final, por lo tanto, el tema es de enfoque, o de atención, si se prefiere. Citando a Tony Robbins, ahí donde pones tu atención, pones tu energía. Y como bien demuestra Daniel Pink, si la energía está permanentemente puesta en el resultado, el desempeño –en un rango enormemente elevado de tareas- colapsa. Además, si la sensación de desbordamiento y bloqueo permanece en el tiempo, existe riesgo de caer en el surmenage o “síndrome de fatiga crónica”. Esta expresión describe el hecho de que la pila se agota, y ello en parte por una inadecuada canalización de nuestra energía.


Hace poco un economista de FEDEA comentaba en un programa de televisión que España necesitaría crecer a un ¡12%¡ si pretendía reducir el déficit (+/- 7%) sin recurrir a subidas de impuestos o bajar gastos (y ya estamos siendo suficientemente curados en salud con ambos tipos de medidas). El mismo economista decía que eso era literalmente inviable. Y ya creo que sí. España sólo lo logró en algún momento muy concreto de los felices 60 y eso era porque veníamos de donde veníamos. Por tanto, si estamos condenados a un largo período de crecimiento del alrededor del 1% anual (lo del 2% ya suena a música celestial) esto debe hacernos replantear cuando menos la “r” del smart de los objetivos –la de realistas-. A menos que seamos lo suficientemente listos y ágiles para estar en aquellos mercados no maduros que –en los períodos iniciales- pueden crecer a una tasa superior.


A propósito del realismo en el establecimiento de los objetivos, recuerdo una clarificadora conversación –o más bien escucha- que mantuve con un compañero de fatigas en el gimnasio al que habitualmente acudo. En la misma, mi interlocutor reflexionaba sobre la falta de ponderación de la que adolece la mayor parte de la gente a la hora de establecer objetivos de reducción de peso (que suele ir acompañada de la correspondiente ausencia de continuidad en el esfuerzo). Se ponía a sí mismo como contraejemplo de lo argumentado: para pasar de un peso inicial de 80 kilos a otro final de 68 (que era el que necesitaba para volver a competir en el deporte del que es practicante amateur) necesito de…dos años de trabajo. Eso más o menos nos da una bajada de 120 gramos por semana. Y hablamos de una persona que sí se tomo muy en serio un exigente plan de trabajo, y con una historia de práctica deportiva dilatada en el tiempo. Ahí está la importancia del proceso: ese “olvido” estratégico del resultado le permitió no bloquearse y centrar su atención durante dos años en lo que tenía que hacer para llegar hasta donde deseaba. 

Volviendo al ejemplo de la fomación de profesionales del campo del marketing y publicidad (como en cualquier otro), ¿en dónde deberíamos centrarnos? ¿En conseguir un 60% de inserción laboral a 1 año vista (objetivo realista, a la luz de la experiencia de los últimos años) o en desarrollar las competencias que procuren empleabilidad a nuestros alumnos? El paso del tiempo nos aporta una interesante reflexión: hemos rondado ese objetivo durante mucho tiempo, pero éste ha venido como consecuencia de un trabajo basado en poner especial énfasis en la cualificación de los alumnos. Por tanto, sólo desde una cuidada atención a los procesos, se pueden conseguir buenos resultados (y no resultados a secas). 

martes, 21 de enero de 2014

¿SABES LO QUE TIENES?

“Hay que saber qué se puede salvar, y de qué tenemos que desprendernos”.
Antonio Muñoz Molina

Si alguien me desafiara a expresar cuál es la idea que resume la esencia del coaching, esa que discurre por entre la totalidad de su discurso, la resumiría en “tomar consciencia de lo que tienes y utilizarlo de la manera más provechosa”.

La falta de consciencia sobre lo que tenemos es extensible al terreno de lo poco que sabemos sobre nuestro país. Recientemente tuve una amigable discusión con una vieja amiga, en la que rebatí –para su sorpresa- la afirmación de que España se estuviera desertificando. Matizando esta apreciación, habría que decir que sólo es cierto para determinadas zonas, porque en otras, mucho más amplias, la masa forestal no ha parado de crecer –en parte debido al abandono de la agricultura-. Casi simultáneamente, en un programa de televisión dedicado a la apicultura una productora defendía sin rodeos –y carezco de datos para confirmar o desmentir la rotundidad de su afirmación- que España producía la mejor miel del mundo (justificando su afirmación en factores de tradición, excelentes métodos de producción, insolación y biodiversidad). Mi consciencia sobre el primero de los datos (la masa forestal crece) contrastó con la absoluta ignorancia sobre lo segundo (la fortaleza y posicionamiento de nuestra apicultura). Si mi caso fuera estadísticamente representativo, podríamos concluir que lo habitual suele ser, precisamente, que desconozcamos lo que tenemos.

No son pocos los coachees que se quedan sorprendidos cuando les haces notar la disposición de un valioso recurso al que no han sabido sacarle todo el partido que éste merecía. ¿De dónde sale este profundo desconocimiento? Es un lugar común hablar del “punto ciego”. Como se suele decir, “haberlo, haylo”. Pero en cualquier caso, ese desconocimiento ha de ser superado “saliendo ahí afuera”. En la confrontación de nuestras acciones con la realidad va poco a poco emergiendo la evidencia de que a todos se nos dan ciertas cosas especialmente bien -y otras no tanto-.

Muchas vidas se han visto truncadas en sus posibilidades precisamente por la carencia de una figura que cumpliera con la necesaria tarea de ayudarnos a darnos cuenta, esa idea tan provocadora que la Gestalt denomina literalmente “despertar” (y que a mi me parece que describe muy intensamente la experiencia por la que se atraviesa en esa toma de conciencia). Siempre recuerdo en este sentido ejemplos afectivamente muy cercanos, en los que la inconsciencia sobre el efecto y alcance de ciertas maneras de comportarse generaban verdaderos cataclismos emocionales en los seres más allegados (y queridos). Le ocurre a personalidades “difíciles” como la “abrasiva”, caracterizada por asfixiar a los demás quitándoles literalmente el espacio vital en el que poder expresarse con libertad. La buena noticia es que ese “darse cuenta” es también en numerosas ocasiones de recursos y aspectos beneficiosos para nuestro crecimiento.

Centrándonos en el terreno del coaching que busca trabajar áreas de desarrollo profesional, ese “hacer las cosas especialmente bien” entronca directamente con la “teoría del valor” (en la versión de la teoría económica “neoclásica”). Por tanto no hablamos aquí de un sentimiento de valía subjetiva (que puede ser importante para ganar en competencias emocionales con la autoestima o la autoconfianza) sino de una valía socialmente reconocida, factor fundamental cuando de lo que se trata es de vivir del producto de nuestro trabajo. Esa valía es literalmente atribuida y concedida por otras personas que ven en lo que ofrecemos la solución a un problema, la satisfacción de una necesidad o el colmo de un deseo. En este contexto, la figura del coach cumple con uno de sus roles más comprometidos: dar feedback. La responsabilidad del profesional aquí es máxima, porque ha de ser “voz” de los entornos y contextos en los que el coachee ha de poner en práctica sus competencias. Esa comunicación de retorno por parte del coach no puede estar presidida por pensamientos del tipo “es de mi gusto”, sino en consideraciones ejemplificadas en el “te podría ser de utilidad”.

En este sentido el Modelo de Competencias proporciona herramientas de extraordinaria ayuda para autoevaluarse (y que están al alcance de todos aquellos que quieran utilizarlas). Lo característico del Assessment Center (el sistema de evaluación utilizado por este modelo) es que se aparta de la tradición “testológica” (palabro éste que representa a todos aquellos que evalúan exclusivamente utilizando pruebas de “lápiz y papel”) para centrarse en simulaciones que intentan representar los más fielmente posible el desempeño en contextos profesionales reales. A partir de la ejecución en contextos muy próximos a la realidad, se puede obtener información muy valiosa para nuestra mejora (continua).

En un reciente artículo, titulado “Mansedumbre” (http://mun.do/1j9hsya) el periodista Enric González hacía una descripción apabullante de ese carácter nacional que desde hace tiempo viene a constituir nuestro ADN identitario; no sé hasta qué punto el país, la nación de ciudadanos se interroga acerca de sí misma, para poder dilucidar de una vez qué es lo que nos pasa y empezar a partir de ahí a debatir en profundidad que tenemos que hacer para ponerle remedio. Porque sin consciencia de lo que se tiene, no hay posibilidad de crecimiento.

Y tú ¿sabes lo que tienes?


¿QUÉ PUEDE APRENDER UN COACH DE LA PSICOLOGÍA (I)?

Las cosas deberían ser lo más simples posible, pero no más simples.

Albert Einstein


Un de los aspectos que más llaman la atención a la hora de adentrarse en el universo profesional del Coaching es la enorme diversidad de procedencias curriculares de los que ejercen como profesionales. Pudiera parecer que el Coaching es una “cosa de psicólogos”, pero nada más lejos de la realidad. Derecho, Economía, ADE, Ingeniería…son algunas de las profesiones –o cuando menos estudios reglados de procedencia- que forman parte del curriculum de un buen número de coaches.


La cuestión a dilucidar, -sobre todo para aquellos que no tienen un formación específica en el área de la psicología- es qué aporta la psicología –como disciplina científica- para el buen hacer profesional del coaching. Si hubiera que contestar de manera resumida a esta cuestión, diría que la Psicología aporta una visión integrada del comportamiento humano. En la misma tiene una importancia fundamental –creo yo- la comprensión de las bases neurofisiológicas de la conducta. Vayamos por partes.


Existe un amplio acuerdo entre la comunidad científica respecto a que las 3 dimensiones básicas de la personalidad son el neuroticismo, la  extraversión, y el psicoticismo (que a su vez engloba dimensiones como apertura a la experiencia y amabilidad –o más bien carencia de-). Antes de profundizar en otras cuestiones, me parece de especial relevancia detenerse en el mismo concepto de dimensión psicológica. Para empezar, hemos definido estos factores (neuroticismo, extraversión, psicoticismo) a partir del extremo más elevado de la distribución normal. Lo cual quiere decir que, en cada una de ellas, cada uno de nosotros se ubica en algún lugar de su continuo, ya sea más cerca de la media, la “normalidad de la normalidad”, o más lejos de ella, hacia un extremo u otro. Ello rompe con la idea de que hay extravertidos y no extravertidos, o que hay neuróticos y no neuróticos. Simplemente hay personas más o menos neuróticas (o emocionalmente estables) o más o menos extravertidas (o introvertidas).


Todo ello viene a confrontar (no a enfrentar) la teoría psicológica con otros modelos, como la PNL. Lo que nos viene a decir la Psicología es que no hay libro en blanco, sino individuos con diferencias condicionadas desde el primer momento por las propias características del sistema nervioso. Sin entrar demasiado en profundidad de matices, el nivel de excitabilidad del sistema nervioso está condicionado por el funcionamiento de eso que se llama la “bomba sodio-potasio”. Este nivel de excitabilidad –e inhibición- tiene sus consecuencias en el funcionamiento cerebral, en cuestiones tan importantes como los tiempos de aprendizaje, el nivel de condicionamiento de las respuestas o la capacidad de las personas para centrarse en determinados estímulos. Simplemente parémonos a pensar en la repercusión que ello tiene a la hora de que el coachee gestione sus propios cambios. El salir de la zona de confort y consolidar nuevos hábitos requiere de unos tiempos y de una determinada repetición en la puesta en práctica. Pero dependiendo de las características del individuo (por ejemplo, su ubicación en el continuo introversión-extraversión) este proceso puede manejar distintos tiempos de maduración y lograr diferente intensidad en la “reminiscencia”, factor esté último fundamental para conseguir que el nuevo aprendizaje quede consolidado.


Por tanto, si utilizamos la analogía propia del “procesador” para aplicarla al cerebro humano, habría que concluir que éste no tiene un funcionamiento estándar y homogéneo en todos los individuos. Por el contrario, una CPU sí lo tiene, porque es el resultado de un proceso de fabricación establecido precisamente para conferir esas características. Este hecho cuestiona seriamente la citada analogía, que además ha sido desautorizada por la ciencia de manera insistente. Desde la perspectiva que nos da lo que sabemos gracias a la Psicología, un metaprograma no puede actuar de una manera neutra sobre el cerebro humano, operando bajo unos parámetros estables e invariables: “el ordenador cerebral” ya viene “de fábrica” con una manera de operar que es distinta para cada sujeto.


Siguiendo con la analogía del ordenador, hasta ahora hemos abordado algunas de las cuestiones que tienen que ver con el funcionamiento del “hardware” cerebral. Pero es que además está la cuestión de las características del “software” con el que operamos y su interacción con el citado “hardware”. Son, de hecho, el objeto de estudio de la psicología cognitiva y la psicofisiología, respectivamente. Un ejemplo de ello lo tenemos en el estudio de los sesgos cognitivos (heurísticos). A ello han dedicado gran parte de su vida científicos sociales tan reputados como Tversky y Kanehman. De forma abrumadora han demostrado cómo nuestra forma de razonar está sometida de forma intrínseca a errores sistemáticos, lo que también afecta a la intuición. Por tanto, aunque reprogramemos a las personas sustituyendo un “software” por otro, ello no evitará que el individuo siga afectado por las distorsiones y sesgos que son propios de cada modalidad de razonamiento.


Decir tanto el “yo puedo” como el “yo no puedo” son dos alternativas de programación mental sujetas a innumerable errores de cálculo y previsión. Otra cosa muy distinta es que determinados sesgos jueguen a nuestro favor generando lo que desde el coaching denominamos “autoengaño funcional”. En otro artículo citaba la “falacia de la planificación”. Bajo su influencia se tiende a sobreestimar los beneficios y a minimizar los costes (tiempo incluido) de nuestros proyectos. Este sesgo nos permite aventurarnos a la hora de emprender proyectos que de otra manera jamás abordaríamos. Manejarnos con sesgos como el citado es interpretado desde la psicología como una estrategia de afrontamiento con efecto beneficioso en la producción de péptidos cerebrales (que nos aportan la templanza suficiente para afrontar las dificultades).


(Continuará)

sábado, 4 de enero de 2014

¿QUÉ PUEDE APRENDER UN COACH DE LA PSICOLOGÍA (II)?


Henry Laborit (recordemos, uno de los padres de la psicofarmacología) ilustra de forma brillante a través su colaboración con Alain Resnais en la película “Mi tío de América”, la importancia de las creencias a la hora de afrontar las exigencias que nos impone la relación con nuestro entorno. El título de la película es una expresión que los personajes de las tres historias abordadas utilizan para protegerse de la incertidumbre asociada a la toma de decisiones. Hacer depositaria a una tercera persona (“el tío de América”) de la solución a sus problemas no deja de ser una estratagema que les permite creer que vuelven a tener el control de la situación. La validez de la creencia no reside, por tanto, es que esté respaldada por algún tipo de evidencia empírica, sino en su capacidad para generar una ilusión que libere de las emociones negativas (angustia, miedo) y sus correlatos neuroquímicos (véase el caso del equilibrio dinámico entre el GABA y la Noradrenalina).

En la misma película se aborda el asunto de las conductas de agresión y huida. Este es un tema extraordinariamente interesante, y que desde perspectivas complementarias ha sido abordado por autores como Skinner o Selye. Su interés radica en que permite entender el concepto de estrés y además conecta la ciencia del comportamiento humano con otras disciplinas afines como la sociobiología y la etología. El estrés no adaptativo (distréss), aquel que causa una especial vulnerabilidad y que puede acabar derivando en enfermedad, se genera porque hoy en día el ser humano no puede adoptar ninguna de las dos conductas que en el pasado le permitían encarar situaciones de carácter aversivo: agresión o huida. Nadie está en disposición de agredir a un jefe insoportable, a menos que libremente decida asumir las consecuencias de un acto de esta naturaleza; a ciertos efectos, la oficina no es una jungla (aunque en ciertos aspectos a veces puedan parecerlo). Y las cosas no están como para abandonar un puesto de trabajo dando un portazo, no sin antes haberle puesto “la peineta” al jefe. Este es el precio (junto a otros) que hemos tenido que pagar por alejarnos de la naturaleza.


Por tanto, el “comerse los marrones” y “el tragar sapos” puede tener efectos devastadores en la salud de las personas, si ocurre de forma sostenida en el tiempo. Es importante que los individuos sean capaces de decidir si les conviene desarrollar estrategias de evitación tanto “tácticas” (para el día a día) como “estratégicas” (de cara al futuro más o menos inmediato). Aunque el coaching parezca estar hecho para logros cada vez más retadores y desafiantes, se ha de tener mucho cuidado a la hora de pensar que “más” siempre es “más”, ya que instalarse en una nueva cumbre puede ser experimentado por cierto tipo de personas como la gota que desborda el vaso de su capacidad de afrontamiento y manejo de la situación. Este es precisamente el origen del drama de tantas y tantas personas que en el mundo de la empresa fracasan porque han llegado a eso que se llama el “máximo nivel de incompetencia”. No todo buen vendedor está llamado a ser un buen jefe de equipo de ventas, e instalarse en la idea contraria ha traído buenas dosis de sufrimiento a muchas personas.


Mención aparte merece la última de las dimensiones citadas en mi anterior artículo, el psicoticismo. La Psicología Patológica habla de un salto, de un punto de inflexión entre la normalidad del común de la gente y la anormalidad en la que está instalada el psicótico, en sus diferentes versiones. Introduzco esta reflexión por estar directamente relacionada con una pregunta que con relativa frecuencia me plantean mis alumnos del Programa Internacional Experto en Coaching de EEL. Dicha pregunta básicamente tiene que ver con la derivación profesional, es decir, con la decisión de derivar a un cliente al terreno de lo “clínico”, para que su caso sea abordado por un profesional de la Psicología o la Psiquiatría.


En este sentido, y hay que ser sinceros, existe mucha desorientación, sobre todo en aquellos profesionales que no tienen una sólida preparación en Psicología. Para establecer el correspondiente linde que cuando menos sirva de orientación a la hora de tomar este tipo de decisiones, hay que recurrir a la Psicopatología y armarse de sentido común. En ella se utilizan diversos criterios para, entendámonos, decidir si alguien está “mal de la azotea”, incluido el criterio estadístico, al que ya aludimos a propósito de la distribución normal y las dimensiones de la personalidad. Pero no creo que sea trabajo del coach pasar tests tipo 16 PF, EPQ o incluso MMPI –el preferido por muchos psiguiatras- para determinar si un sujeto está en el extremo superior de la distribución, en el límite que fijan +3 desviaciones típicas.


Por tanto, desde la Psicopatología nos tenemos que adentrar en el terreno de la Fenomenología. ¿Por qué? Porque sólo desde el acceso a la experimentación subjetiva del cliente, podremos llegar a concluir si su anormalidad psicológica le coloca dentro o fuera de los límites del coaching. En relación a esto, desde el campo de la Psicología ciertos autores han definido la anormalidad psíquica como la falta de libertad para autodirigir y propulsar la propia conducta. Lo patológico sobreviene como algo que detiene y trunca el proyecto vital, haciéndolo inviable (por lo menos temporalmente).


Veamos el ejemplo del llamado Trastorno Obsesivo-Compulsivo (TOC). En primer lugar, recordemos que es un síndrome de carácter neurótico, o si se quiere, el neuroticismo en grado elevado “colapsa” en una serie de desórdenes, uno de los cuales es el TOC. Una persona afectada por este síndrome se ve literalmente y vitalmente “arrollado” por una serie de pensamientos o conductas que le sobrevienen, sin que el sujeto pueda hacer nada por evitarlo (y recordemos que así es vivido por él). La cuestión es que estos casos llevar una vida “normal” se ve literalmente imposibilitado por dicho trastorno (me viene a la mente el caso recogido en un programa televisivo de un obsesivo-compulsivo que tenía que tocar dieciséis veces -no quince, ni diecisiete- la taza de café con la cucharilla antes de empezar a desayunar). Por tanto, lo “patológico” es vivido con una serie de características comunes, a saber:

·        Es un trastorno que nos sobreviene, es experimentado como algo “exógeno” y ajeno a nuestra voluntad.

·        Inhabilita para llevar un régimen de vida que podamos calificar como “normal”. El simple hecho de tener que salir de casa puede ser vivido de manera absolutamente traumática.

·        Impide –cuando menos temporalmente- la continuidad del proyecto vital. El sujeto se siente bloqueado e impedido para tomar decisiones y emprender acciones.


Además, al margen de cómo se sea vivido, el síndrome neurótico puede acabar siendo somatizado, a partir de procesos de autoagresión (úlceras gastroduodenales, irritación de Colon, cefaleas, cólicos…) e incluso inducir enfermedades orgánicas severas, como consecuencia de la inmunodepresión sostenida.