De vez en cuando se producen en la
Historia grandes “arreones” que dan una nueva dimensión al crecimiento de la
conciencia y la dignidad humanas. Uno de ellos ocurrió a finales del siglo XII
y principios del XIII (aunque venía “cociéndose” desde hacía décadas, por
supuesto). Pacificado el Mediterráneo, asimilados y “civilizados” los
normandos, contenidos los húngaros, Europa empezó a respirar de nuevo. Los
caminos se abrieron, los burgueses comerciaron y las ciudades volvieron a
recuperar el brillo perdido. Uno de los cambios más significativos surgió
precisamente alrededor de las catedrales. Allí se reunían grupos de estudiantes
para debatir las “quaestiones” tras haber leído uno de ellos la “lección” ante
sus compañeros (esto lo hacía uno de los estudiantes, digo bien). Correspondía
al “magister” o “doctor” (capacitado por tanto para la doc-encia) impartir la
conclusión o reflexión final. Uno de los alumnos más aventajados tomaba nota de
todo y escribía los apuntes de aquellas lecciones, que posteriormente eran
transcritas en ejemplares que permanecían atados a los bancos de las
bibliotecas (de aquellas catedrales) para que todos los estudiantes pudieran
consultarlas, en igualdad de condiciones (aunque hubiera también la posibilidad
de adquirirlos, una vez publicados por los editores del momento).
Posteriormente, aquellos magister y doctores se “pondrían por su cuenta”
(reuniendo a los estudiantes en sus propias casas) constituyendo el germen de
las primeras universidades.
Y es que hay lecciones de la Historia
que no deberíamos de olvidar, porque son tan elocuentes que nos ponen frente a
nuestros propios prejuicios e ignorancias. La primera de ellas tiene que ver
con el eterno debate sobre el fundamento cristiano de lo “occidental”. Cada
cual que “respire” por donde le venga en gana, pero es que no hay discusión
posible. La cristiandad fue romanidad -y viceversa- a partir del siglo V (y es
que desde el momento en que Constantino cogió las maletas para irse a…Constantinopla,
aquí solo quedó la Iglesia para mantener ese edificio, sin el que es imposible
entender lo que somos).
Otra de esas “lecciones” está
vinculada con la contumacia en buscar fórmulas “originales” y “modernas” para
problemas eternos a los que ya hace tiempo se les dio solución (cuestión aparte
es que por intereses políticos y económicos se dejaran de aplicar). Aquellos
estudiantes “aprendían” y no se les “enseñaba”. El docente era un facilitador y
un sintetizador, y actuaba desde una metodología moderadamente expositiva y
altamente interrogativa, como medio para suscitar el debate y el intercambio de
opiniones. Así es que era impensable que un estudiante se “recibiese” como
“bachiller” sin saber leer (el que daba la lectio, que era un estudiante, se la
tenía que preparar a fondo, y por tanto “leer” se conecta con “entender”,
“interpretar”, “conectar” o “resumir”, entre otros conceptos), escribir (ellos
mismos tomaban los “apuntes” para redactar los “ejemplares”) o hablar (en el
sentido de ser capaz de argumentar y “disputar” con otros), ya que todo ello
era el fundamento de la vida académica. O sea, igualico igualico que ahora. No
sé qué se dirá en los congresos que en el futuro se lleven a cabo sobre
educación, pero más o menos sé lo que se ha dicho hasta ahora (porque para eso
tenemos Internet, tan valiosa cuando sabemos utilizarla) y cada vez estoy menos
interesado por lo que allí se cuece, porque es un seguir dando vueltas y
vueltas por temas ya trillados por gente tan grande como Michel de Montaigne,
que dejó escrito lo suficiente como para que incluso la cabeza del político más
obtuso quede lo suficientemente iluminada. Quizás, algún día, la noción de Bien
Común (en su profundo sentido filosófico) se instaure en el debate político, y
este mundo de la educación deje de ser campo abonado para disputas vinculadas a
eso que alguien llamó en una ocasión la “lucha por la posesión del alma”.